Moris. Allá afuera hay una bala para todos.

Allá afuera hay una bala para todos es la segunda exposición de Moris en la NF/NIEVES FERNÁNDEZ. El artista ha participado en las Bienales de São Paulo y de La Habana, y en exposiciones colectivas en la Fundación JUMEX en Ciudad de México, en la Fundación Fontanal Cisneros en Miami, ARTIUM en Vitoria, MUSAC en León y en el Museum of Contemporary Art de San Diego. Y ha realizado exposiciones individuales en el Museum of Contemporary Art de Los Ángeles, en el Museo Carrillo Gil y en la Sala Siqueiros, ambos en Ciudad de México, y en la Stadtgalerie Saarbrücken, entre otros.

Su obra puede encontrarse en las colecciones del MoMA de Nueva York, el Pérez Art Museum de Miami, la Fundación JUMEX, Fundación CIFO, ARTIUM, MOCA de Los Ángeles, el Museo Amparo en Puebla, el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, Museum of Contemporary Art San Diego o la Colección Isabel y Agustín Coppel en Ciudad de México.

«Suprimimos el escenario y la sala, que son reemplazados por una clase de espacio único, sin separación ni barrera de ninguna clase, y que se concentra en el teatro mismo de la acción […] por el hecho de que el espectador, situado en el medio de la acción, está envuelto y surcado por ella». Primer manifiesto del teatro de la crueldad, Antonin Artaud.

Se cree que público y artista no son iguales. Que el arte sostiene a una exposición y que el visitante activa todo el mecanismo. Que la galería existe para exhibir la obra y que la gente la visita para salir de ella quizá más ilustrada, dubitativa, emocionada. Moris implica factores de distintas naturalezas a tal ecuación desde la concepción y la producción de lo exhibido, incluso a través del acto de trasladarlo todo de país a país, las respectivas limitantes económicas y espaciales, la imposibilidad que hace viable la construcción que aparenta y la deconstrucción que anuda el discurso a partir de los montajes que no son sino eslabones de una ruta de apuestas en el vacío anfitrión, el cual es el paréntesis y el reflector para un breve momento. El arte, supuestamente, debe ser algo, y pocos somos los que aprendemos (desaprendiendo), a partir de la no-elección de ser artistas, que el arte no debe ser arte, sino lenguaje, singularidad y suceso. El arte que se produce bajo tales condiciones se asemejaría a una fábrica de cartuchos, no en su masa o en su imparable línea de proceso, sino en especificidad, en potencia bruta: cada bala será contacto directo con un blanco, con un tipo de carne, una clase de muerte.

En cierto relato, como si se tratara de alguna de las fábulas que Moris toma para sus estampas, podría imaginarse que donde sea que se dispare ese cartucho, la bala ha de atinar, infaliblemente, en el observador. Tal es la certeza del momento evidenciado por la percusión, la escala del orden del espacio y la forma y función que cumple el individuo dentro de lo invisible. El espectador proviene de los mismos orígenes del arte, salvo que hace de su anecdotario la plataforma que al arte razona. El protagonista, aquí y ahora, es usado por el lenguaje para hacerse un acto que desdobla ante los ojos del público, bajo una perspectiva donde no hay clausura ni principio, sino momentos latentes que ocurren cuando son descubiertos dentro de sus márgenes. El afuera es el reverso del lugar, en donde el creador desaparece y, en su ausencia, el visitante emerge y hace emerger a la obra rodeada de opacidad, inmersa en su espesor, desde esa contra-mirada que conduce su acto transgresor hacia donde el espacio – hasta entonces – comienza a existir.

Lo que está construido dentro de la galería es, paradójicamente, la ficción de una construcción, la convergencia de fuerzas aisladas en la infinitud. Es una escena, pero es también el borde que delimita y que hace existir aquel otro lado que, sin embargo, no necesitamos ver sino intuir. Si llamamos proximidad a este plano de las cosas que así ocurren, los acontecimientos del recorrido podrán entonces ubicarse como la lejanía. Si nombramos hallazgo a las visiones que así concurren, los montajes podrán ser llamados incógnitas. Si categorizamos cada relación intertextual de la exhibición, posibilitamos que cada imagen sea transformación, espejo. Al lenguaje de la ficción, dice Foucault, se le exige una conversión simétrica. Este debe dejar de ser el poder que incansablemente produce y hace brillar las imágenes, y convertirse por el contrario en la potencia que las desata. Por otro lado, Artaud enmarcaría esta serie de actos hostiles en la vida diaria como la peste de la cual las sociedades son víctimas y parte, y cuyo trajín hediondo oculta la crudeza desesperanzada de poseer un hogar que solo es estación de paso, pues el tiempo se consume deprisa en los centros de trabajo, el ensueño de la prosperidad.

Simbolizando una falsa seguridad y certeza, levantamos un montaje gráfico de aquel lugar que se rediseña vez tras vez, inútilmente, pues de frenarse la intención nos hallaría la muerte. Después de todo, quizá eso es lo que llamamos casa: nuestro acomodo imaginario del mundo, y nuestro mundo imaginado, amparado de la muerte.

Fernando Carabajal

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